"(...) Íñigo estaba solo en la casa de piedra y se oyeron unos pasos delicados que se acercaban, y una voz suave preguntando por el propietario, y entonces Íñigo dejó de estar solo. Miró hacia la figura que quedaba enmarcada por el umbral de la puerta y se levantó. Y pronunció estas palabras tan asombrosas e inesperadas:
- No puedo casarme contigo.
Ella lo miró:
- ¿Nos conocemos, señor?
- En mis sueños.
- ¿Y decidimos no casarnos? Qué sueños tan extraños para un muchacho tan joven.
- No más joven que tú.
- ¿Trabajáis para Piccoli?
Íñigo sacudió la cabeza:
- Principalmente, duermo para Piccoli. ¿Puedes acercarte?
- No tengo elección.
- ¿Trabajas en el castillo?
- He vivido allí toda la vida. Mi madre también.
- Soy Íñigo Montoya, de España. ¿Y tú?
Sabía que la muchacha tendría un nombre maravilloso, un nombre que recordaría toda la vida.
- Giulietta, señor.
- ¿Crees que soy extraño, Giulietta?
- Sería un poco tonta si no lo creyera- dijo Giulietta, antes de añadir-: Señor.
-¿Sientes tu corazón en este momento? Yo siento el mío.
- Sería un poco tonta si no lo sintiera- dijo Giulietta. Sus ojos negros estudiaron el rostro del muchacho muy de cerca antes de añadir-: Creo que será mejor que me contéis vuestros sueños.
Íñigo empezó. Habló de la matanza y de sus cicatrices y contó cómo, cuando se curó, empezó su búsqueda. Y cómo errando por el mundo, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, a solas siempre, se inventaba compañeros porque en realidad no tenía a nadie que le hiciera compañía.
Y cuando tenía unos trece años, había siempre alguien esperándole al final del día. A medida que se hacía mayor, ella también creció, la muchacha, y estaba allí, siempre allí, y comían sobras juntos para cenar y dormían abrazados en pajares, y sus ojos negros eran muy dulces cuando lo miraban.
- Igual que tus ojos son dulces ahora mismo, al mirarme, y su pelo caía sobre su espalda del mismo modo que tu cabellera ahora, y me has acompañado durante todos estos años, Giulietta, y te amo y te amaré siempre, pero no puedo, y espero que lo comprendas, porque mi misión es lo primero, por encima de todo, ni siquiera con lo que puedo ver en tus ojos, no puedo casarme contigo.
La muchacha se quedó claramente conmovida. Íñigo lo sabía. Íñigo sabía que la había hecho emocionar profundamente, y esperó su respuesta.
Finalmente, Giulietta dijo:
- ¿Sueles contar a menudo esa historia? Apuesto a que las chicas del pueblo se vuelven locas por ti-. Y se marchó.
(...)"
De La Princesa Prometida o, más concretamente, del anexo de la edición por los veinticinco años, El Bebé de Buttercup. William Goldman.
- Parecía una viejecita de cuento - me decía mi madre-. Estaba sentada junto a la puerta, y por la pared subía el granado enorme que tienen en el patio, y ella debajo... Hay que ver qué cabeza tiene, cómo se acuerda de todo, ¡la de historias que me ha contado!
No recuerdo si me contó alguna o si sólo se las sabía ya a medias, porque la memoria de mi madre no es como la de mi tiabuela la viejecita de cuento. Debieron hablar de cuando era joven, o de cuando mi madre era pequeña y ella iba a verles. Mi tía era una mujer que llamaba la atención, porque era todo bondad y buen humor a pesar de que la vida le había dado bien de hostias. No tuvo hijos, a su marido (el hermano de mi abuela, vaya) le asesinaron durante la guerra a los veintisiete años; se instaló a vivir con su hermana, que murió al poco tiempo, y después con un sobrino suyo, que tampoco vivió mucho. Lo lógico en esas circunstancias sería estar hecha una mierda, pero sin embargo ella era muy animosa.
Hablaran de lo que hablasen, y teniendo mucha fe en que yo recuerde lo que me contó mi madre, sólo hubo una cosa que se me quedó grabada:
- Estábamos hablando del tío y eso, cuando me ha dicho: Yo hablo todos los días con ellos, ¿sabes?. Y yo he pensado que a ver si la pobre iba a estar perdiendo la cabeza... Pero no, luego me he enterado de lo que decía, le he preguntado. Les habla como si siguieran estando vivos. Les cuento si voy a salir, o lo que voy a hacer de comida, y ellos me contestan, y me dicen qué les parece, y charlamos...
Llevaba años y años imaginando conversaciones enteras con ellos para paliar su ausencia. No sé cuánto hace falta pensar en una persona, y cómo hay que conocerla, para que en las conversaciones de tu propia mente sus respuestas parezcan salidas de su boca y no pensadas por ti. Sé que alguna vez me ha ocurrido, y que no debe ser muy normal. Tampoco sé cómo eran aquellas voces que le respondían, si a pesar de los años seguían siendo un retrato fiel, si las palabras eran las que habría pronunciado aquella persona en tal situación, o si las respuestas habían ido evolucionando, si ellos habían crecido y envejecido con ella.
¿Cuánto hace falta haber querido a una persona para recordarla con todo detalle más de sesenta años después de su muerte?
Mi tía tenía una preocupación permanente: Hija, digo yo que, cuando vayamos al Cielo, Dios nos resucitará como cuando éramos jóvenes, y no como estamos en el momento de morirnos, ¿no? ¡No me hará la gracia de que esté él allí, todo joven y guapo como cuando se murió, y llegue yo arrugada como una pasa!
Espero que sea joven otra vez, y que esté guapísima...
Llegada la noche, vuelvo a casa y entro en mi escritorio; en su puerta me despojo
de la ropa cotidiana, llena de barro y mugre, y me visto con paños reales
y curiales; así, decentemente vestido, entro en las viejas cortes de los hombres
antiguos, donde acogido con amabilidad, me sirvo de aquellos manjares que
son sólo míos y para los cuales he nacido. Estando allí no me avergüenzo de
hablar con tales hombres, interrogarles sobre las razones de sus acciones, y
esos hombres por su humanidad me responden
Maquiavelo, carta a Francesco Vettori
Es mentira que Maquiavelo fuera un retorcido, como la tradición histórica se ha empeñado en enseñarnos. El pobre era un hombre de estado, un embajador inteligente caído en desgracia, que en un intento de recuperar su posición o, como mínimo, que le dejaran volver a su ciudad, regaló El Príncipe al gobernante de Florencia en aquel momento. No lo recuerdo muy bien, pero, si no me equivoco, aunque el libro aparece dedicado a Lorenzo el Magnífico, intentó años antes endosárselo a su padre, o a su hermano, el que gobernara antes la ciudad, pero que no le hizo ni puñetero caso porque recibió al mismo tiempo una jauría de perros de caza que le pareció mucho más interesante. Odio mi memoria. Sé que eso ocurrió, pero no soy capaz de recordar a quién lo ofreció primero, aunque como digo no debía ser a Lorenzo de Medici, algo más interesado en las artes que la mala bestia que mandó a paseo a Maquiavelo.
Volviendo al tema que nos me interesa, Maquiavelo no era, por tanto, el ser retorcido que suele creerse. Era un pobre hombre al que le habían quitado todo, y que se había visto obligado en su vejez (cincuenta años, pero ya se sabe, estaba muy pegado) a vivir en un cuchitril de mala muerte en el campo, sin casi dinero, sin ocupación, fuera de su amada Florencia. Y, según él mismo, en todos los años de exilio, sólo había una cosa, un momento, que le hacía sentirse feliz, y que no es más que el descrito arriba. Se metía en su cuarto, se vestía con sus antiguos trajes de corte, y charlaba con grandes figuras de la historia. Quizá era demencia, o quizá también él escapó así de la locura.
Estábamos las dos en el autobús, creo que el xxxx, o el xxxx, o alguno de los que nos llevaba a casa después de clase. Por aquel entonces era ella la que hablaba casi siempre. Yo no solía abrir la boca, en parte porque era demasiado tímida como para atreverme y en parte porque no tenía nada interesante que contar. Tampoco lo hacía porque de lo único sobre lo que habría podido tener una conversación abundante eran mis ralladas y comeduras de cabeza, en las que me pasaba pensando prácticamente todo el día, y que no estaban consideradas como tema muy normal para una charla entre gente de quince años. Eso sí que era introspección, y lo demás son tonterías. Echo de menos tener tiempo libre para poner orden en mi cabeza, pero me alegro sinceramente de haberlo cambiado por tener vida social y amigos que se creen que no soy rara. Bueno, algunos.
El caso es que no sé muy bien qué me estaba contando aquel día, pero puedo imaginármelo. Recuerdo que me dijo algo así como:
- Llevo días inventándome la misma historia. Viene a buscarme, y me dice que bla bla bla. (El bla bla bla era algo más elaborado, pero recuerdo ya qué pasaba en su sueño. Me da muchísima rabia tener tan mala memoria).
Debí poner alguna cara, quizá porque me sorprendió que me hablara de lo que se inventaba tan abiertamente. Hay poca gente que reconozca que pierde horas construyendo fantasías, parece que todo el mundo tiene mucha prisa y no se paran a hacer esas cosas. Quizá ni ellos saben que no es cierto. Interpretó mal mi cara, porque paró para reírse y decirme:
-¡No pongas esa cara, que sé que tú también lo haces!
(Joder, qué lejos quedan los quince años, ¡si no hace nada que pasaron! ¿Cómo puedo sentirme tan distinta?)
Y era cierto que lo hacía, claro. Durante un tiempo dejé de hacerlo, o lo hacía con cosas superficiales, que no implicaran sentimientos. Volví a tener la costumbre de construirme un mundo a medida (o no tan a medida) en mi cerebro hace ya casi tres años. Sólo que ahora tengo conciencia de que no me es saludable, me bloquea y a veces no me deja vivir la realidad porque, como decía Lisa Simpson, ¿para qué voy a volver, si soy mucho más feliz allí? (más o menos, vaya). Pero hace falta volver, ya dije otro día que los defectos de la realidad pueden ser más bonitos que cualquier sueño. Y en realidad tampoco tengo sueños, no imagino ya mundos propios, ni lugares en los que me sienta en casa. Imagino sólo conversaciones que no pasan de monólogos. Llevo meses escribiendo como si tuviera a quien, fingiendo que no estamos solas mis palabras y yo. Y necesito saberlo para sentirme entera, aunque ese entera implique el vacío del agujero de una bala con el que debo aprender a vivir. Hace dos semanas decidí que tenía que detener mi costumbre, y hace tres días puse punto final a la carta eterna en que se había convertido mi vida. Mi año se ha acabado hace tres días, y no sé muy bien qué es lo que comienza a partir de ahora. Pero, por primera vez en mucho tiempo, tengo ganas de averiguarlo.
Ya no tengo que escapar de la locura.
-Hola abuelo, buenos días.
-¡Hola, nena!
Antes no me pasaba, pero desde que se murió mi abuelo hace dos años, se me revuelven las tripas cada vez que tengo que llamarte a ti así. No te odio ni nada de eso, ni me has puteado a mí concretamente. Lo cierto es que no has hecho nunca nada. Una vez me dijiste que me querías (él nunca lo hizo directamente). Venías como una cuba, y es una de las cuatro o cinco conversaciones que he tenido contigo en mi vida. Yo tenía trece años.
No es rabia ni es odio. Nunca te he odiado. Pero no sabes hasta dónde me duele llamarte abuelo. Porque yo ya no tengo abuelo y nadie más merece que le dé ese nombre. Y me humilla y me pesa que ya seas sólo tú el que me conteste a esa palabra. No te mereces haberte quedado con su nombre.
Estoooo... ejem, ¡Feliz Navidad a todos! :D