La verdad es que para haber hecho, realmente, tan poca cosa hoy, y para haberme pasado la mayor parte del día dando una vuelta conmigo misma por Madrid, ha sido un día productivo como pocos.
Por primera vez en mucho tiempo, o en la vida, empiezo a darme tregua. Poco a poco. No todo el rato, ni siquiera. Pero lo suficiente como para empezar a respirar a bocanadas.
Esta mañana me han hecho una foto "hablando" con la gata de mi amiga Carmen en la estación, antes de que cogieran el tren para su casa. Digo "hablando", así, entre comillas, porque, aunque al parecer era la impresión que daba, la verdad es que no le estaba diciendo nada, sólo le acariciaba la nariz, agachada y asomada a su jaulita, para que se tranquilizara hasta que volviera su dueña. El caso es que le he fastidiado la foto a la guiri-vieja, porque en el momento en el que echaba la foto ha vuelto Carmen:
- Oye, te están haciendo una foto.
Y me he girado justo cuando saltaba el flash de la cámara de la buena señora esta.
Nunca había pensado en que no iba a ser yo siempre quien hiciera las fotos...
Tengo el mejor despacho de toda la empresa. Tiene una ventana. Convendréis en que eso, hoy en día, es un lujo asiático. Pero además, mi mesa está justo delante de la ventana, y da el sol casi todo el día. Tengo delante el jardincillo de la entrada. Y, cuando estoy hasta las narices, o algo, puedo mirar lo que pasa fuera, aunque sea por un par de minutos. Siempre hay algún pájaro paseándose por el césped, o están los gorriones bañándose en un charco. Y parecerá una gilipollez, pero me relaja un montón observarlos, porque me recuerda que, en realidad, la vida tiene otro ritmo del que le imprimo, con la cabeza metida casi en la pantalla del ordenador. Todo tiene mucho más sentido cuando veo al mirlo de todas las tardes buscar bichos tranquilamente.
Supongo que los bichos tendrán otro punto de vista sobre este particular, claro.
El señor Tur Tur, según nos contaba Michael Ende, tenía un caso de gigantismo aparente. Aunque, dada mi memoria y mi mente retorcida, es muy posible que tal fenómeno se llamara de otra forma.
El señor Tur Tur vivía solo en el desierto "El Fin del Mundo" para no asustar a la gente con su tamaño. Porque esa era la reacción que provocaba en todos los que, de pronto, veían a lo lejos un hombre cuya estatura se elevaba varios kilómetros sobre el suelo. Claro, que lo que no sabían es que eso dependía de desde dónde le estaban mirando. Porque, como averiguaron Jim Botón y Lucas el Maquinista, al pobre señor Tur Tur le pasaba al contrario que al resto de los mortales: en vez de hacerse su imagen más y más pequeñita según se alejaba uno, se iba agrandando... De esta manera, si estabas a un metro de distancia de él, era del tamaño de cualquier otra persona; pero, si te alejabas quinientos metros, parecía del tamaño de un rascacielos en vez de una hormiguita, como parecemos todos vistos desde las grandes alturas... Seguramente era divertido mirarle desde lejos rodeado de gente, debía semejarse a un Gulliver con un puñado de don Pitusos, que no parecieran contrariados por estar junto a tal coloso.
Hoy me siento un poco como el señor Tur Tur, porque me encuentro con una situación igual de surrealista en mi mente. El resto de los mortales siente miedo cuando emprende algo, cuando hace algo por primera vez, y va perdiéndolo cuanto más repite la misma acción. Y yo, sin embargo, tengo cada vez más, y temo al miedo mismo, y temo quedarme perdida en él. Y cada vez necesito más que me saques de él una y otra vez, en vez de ser al contrario, en vez de irse diluyendo... Y lo que más me jode es que no es más que una falta de seguridad inmensa. El señor Tur Tur podía hacer poca cosa con su situación, pero lo mío es el colmo del absurdo.
"¡Eres absolutamente racional, pero totalmente ilógica!"
Qué razón tiene usté, don Alarico.
Y en realidad, han hecho falta menos de dos minutos para que consiguiera librarme lo suficiente de mi gigantismo aparente y articular palabra, aunque sea en esta página.
(Y qué majo era el señor Tur Tur.)
Las horas transcurren tan lentas que, cuando llegan, no soy capaz de disfrutarlas tranquilamente.
La clase empezó sin apenas preámbulos. La luz, de noviembre o de diciembre, probablemente, conseguía filtrarse entre las cortinas opacas que mantenían en la penumbra las clases de arte.
Aurora era seria, delgada hasta los huesos y alta. A pesar de que podía resultar seca o distante, ponía a menudo en sus explicaciones tal pasión que hería. Pocas de sus enseñanzas, de sus observaciones, me dejaron indiferente durante los dos años y medio que repetí su asignatura; porque suelo ser lo suficientemente estúpida como para desperdiciar las ocasiones que se me ofrecen, y suspendí aquella asignatura dos años. Pero, por unas y otras razones, me alegro profundamente de ello.
Comenzó a hacerse el silencio en aquella oscuridad a medias, en la que pugnábamos por tomar apuntes y no caer en el sopor. Aurora no había hablado prácticamente nada desde que había llegado. Esperaba quieta, en silencio, mirándonos severa, hasta que callaron las voces que aún osaban interrumpir aquel rito, y quedó sólo el murmullo de las hojas y bolígrafos acomodándose en sus puestos.
Entonces, puso la primera diapositiva.
Un enorme campo de luz azul grisáceo ocupaba la pantalla de proyección, interrumpido solamente en su parte inferior por una franja horizontal, de color pálido, en la que una figura marrón oscuro, diminuta, nos daba la espalda, marcando la única línea vertical del cuadro, en ridícula compentencia frente a la vastedad de las otras.
- ¿Qué os sugiere esta imagen?
La pregunta fue como una leve sacudida. Normalmente se nos daba una breve introducción al tema, antes de tratar que aportásemos una visión propia. Pero todos sabíamos que podíamos decir algo de este cuadro en particular. Y las opiniones fueron surgiendo de forma pausada, porque aquella obra, aquel ambiente, nos habían sumergido en una atmósfera de impasse. El tiempo se había diluido, y no transcurría, pero tampoco estaba detenido. Aquella imagen tenía dos siglos de antigüedad, pero lo mismo podría haber sido captada en la Edad Media. Las ideas iban abriéndose lentamente, en un rittardando que colmaba de paz, y que, al mismo tiempo, revolvía algo en lo más hondo del cuerpo.
- ¿Qué creéis que está pensando el monje?
La única figura humana nos daba la espalda, observando el mar infinito, al igual que nosotros, insignificante y, sin embargo, pleno. O esa fue mi impresión. Porque lo increíble de aquella imagen era su efecto inmediato sobre nosotros, el modo en el que, rápidamente, todos nos introdujimos en el cuadro.
Y nos olvidamos del monje.
Y nos sentimos solos en aquella costa, abandonados a la única y vital tarea de contemplar el mar con todos nuestros sentidos.
Y aún recuerdo que yo me sentí plena.
"Monje capuchino a la orilla del mar"
Caspar David Friedrich. 1810, más o menos.
Formulada la pregunta "¿Puede freírse el queso brie?", y una vez llevados a cabo los experimentos pertinentes, podemos responder de manera categórica con un "No, o al menos, no nos encontramos cualificados para ello".
El olor a aceite y queso quemado se extiende por mi casa, y yo me pregunto por qué no salí a comer, como había decidido en un principio...
Vivo a dos pasos de la estación de Atocha.
Hoy están inaugurando allí el monumento a las víctimas del 11M.
Y me parece cojonudo, en serio, que hagan lo que les dé la gana, de verdad...
Pero, joder, ¿nadie ha tenido vista como para darse cuenta de que no es el día más indicado para que estén pasando continuamente coches con sirenas, y helicópteros...?
Soy muy injusta. Quizá yo tampoco habría caído, de no ser porque, de pronto, me he encontrado temblando sin motivo. Pero supongo que es humano tratar de buscar algún consuelo ante el miedo.
Normalmente sé ver la belleza donde otros la pasan por alto. Y eso es bueno, supongo. Hay un montón de cosas que no me pierdo. Pero, después, no sé transmitir lo que veo. Y un atardecer tan bonito como el que he visto esta tarde se queda en una foto en la que sale un hotel de un polígono industrial, bastante deprimente. Así que me da que tendréis que creéroslo simplemente: era un atardecer precioso.
Señoras, señores y gentuza variada:
Se hace sabeeeer que, por cuarto año consecutivo, estoy pringada de nuevo en la obra de teatro de Histrión. Claro, que, para quien no me conozca, mi pringamiento de años anteriores le pilla de sorpresa. Para resumir, diré que una gran amiga (cuyo blog linkaría aquí de no tenerlo cerrado desde años ha) me presentó a esta panda y me invitó a participar en la obra de aquel año y que, desde entonces, estoy enganchada a ese grupo. Nunca antes me había sentido tan a gusto con tanta gente, ni me había reído tantísimo. Ni había tenido tanta ilusión por algo, pero ese es otro tema.
La cosa es que cada año, por estas fechas, se empieza a poner en marcha la obra, que se representa en abril. Todos nos olvidamos de que llevábamos una vida medianamente normal y nos volcamos de lleno en la obra. Resulta curioso que, a pesar de tanta dedicación, nos encontremos siempre la semana antes del estreno (o los días previos) con situaciones rocambolescas del tipo: hay escenas de las que no se ha hecho ni una primera lectura, no se ha habido ensayos generales y, además, no ha manera de que coincidan todos los actores para hacerlo, la actriz principal se ha hecho un esguince, o alguno ha estado a punto de electrocutarse con los mandos de luces, dejándo en tiniebls a todo el edificio (ésta última, con cierta frecuencia). Pero de alguna manera, y aunque los ensayos generales (si es que ha dado tiempo a hacer más de uno, claro)sean un caos, la obra acaba saliendo bien, y nosotros disfrutando como enanos.
Por supuesto, nuestros medios son bastante precarios. Yo sé cuándo se acerca la época de montar la obra porque algo se activa en mi cerebro que me hace curiosear por todos los contenedores de escombros que encuentro, buscando cosas que puedan servirnos. Me tranquiliza un poco saber que el resto también tiene tendencia a hacerlo, pero, aún así, no puedo evitar cierta inquietud al pensar que quizá acabo siendo una de esas viejecitas que rebuscan en la basura por deporte.
La verdad es que yo no debería estar metida en este "fregao" este año. No tengo tiempo, tengo un curro que no puedo saltarme tan alegremente como lo hacía con las clases. El año pasado, de hecho, ya fue una locura participar; entre el trabajo de fin de carrera, la beca y las tropecientas asignaturas que me quedaban para acabar, estaba más que ocupada. Pero la ilusión se vende muy cara como para no resistirse a conservarla. Eso es lo que me pasa con Histrión: es un mundo casi paralelo en el que me siento útil y válida. Y, por eso, me dejo la vida en ello.
Total, este año repetiré hasta caer exhausta. Toca Drácula: diecisiete cambios de escena, para volverse loco. Algo que he olvidado decir es que yo no actuo, me dedico a organizar los bastidores, cambios de escena y a picotear un poco de un lado a otro. De momento, hoy ha sido el primer ensayo "oficial". Y aunque los ánimos de la mayoría no estaban muy allá, ha vuelto a ser memorable.
Echaba de menos reírme con ellos...
Tengo la costumbre de leer siempre el periódico del día anterior, y hasta tal punto ha arraigado en mí que no sé cómo sentirme cuando pillo el del día.
He cogido, pues, el periódico de ayer. Entre diversos crímenes, excarcelaciones, insultos y pequeñas noticias redactadas de culo, me he enterado de que la luna se ve hoy roja por un eclipse, poco antes de las doce, y que va a haber un montón de gente viéndolo por todo Madrid. Vamos, y por todo el mundo, digo yo.
A esas horas, yo estaré saliendo de un restaurante de Tribunal que, por lo visto, tiene el suelo lleno de arena de playa. Probablemente, me habré pasado toda la noche haciendo notar a mis amigas que no es un efecto buscado, sino más bien falta de limpieza. O no, quizá el restaurante estaba lleno de gente, o había subido la marea, o algo, y hemos vuelto a acabar donde siempre, para desesperación del público no amante de los gnochi.
La última vez que vi un eclipse, estaba bastante hecha una mierda. Pero fue precioso. Ya lo he contado en alguna parte. Del Sol sólo se veía una línea circundante de luz. Iba formando media luna, hasta que se cerró en un fino círculo completo. Las hojas de un abeto enorme proyectaban en su sombra pequeñas circunferencias, y parecía cargado de bolas de Navidad.
Desde que he leído la noticia de la luna, por alguna estúpida razón, resuena todo el rato en mi cabeza la canción de los balleneros (sí, hombre, sí, la de Futurama: "Somos balleneros, llevamos arpones, y como en la Luna no hay ballenas, cantamos canciones!").
Estoy un poco embotada, será que este finde se me ha adelantado el domingo.